Bifes, trompadas y aguas curativas

Actualizado el lunes, 27 septiembre, 2021

bifes, trompadas y aguas curativas

Por Nicolás Farina

Fotos: Archivo

¿Cuáles son los personajes de un barrio? ¿Cómo se construyen los recuerdos? Esta crónica está hecha de fragmentos, retazos, secuencias de pura acción. A partir de la historia oral se armó un relato coral con personas que marcaron el ritmo de la zona sur de Rosario en los siglos XIX y XX. Una historia que es como la vida pero sin los momentos aburridos.

Lejos, bien al Sur

Arijón tenía un sueño, y ese sueño era hacer dinero. ¿Era creativo? ¿Era laburante? ¿Desde la pobreza se alzó con una inmensa fortuna? Claro que sí a todo. Arijón era un visionario: donde veía que podía producir dinero, ahí estaba. Contratar gente más pobre que él para que haga la carga y descarga de los Trenes Argentinos fue una muy buena idea. De origen español, se asentó en Rosario pasado el 1850. De peón en un almacén pasó a ser el dueño de varias hectáreas vírgenes de la zona sur de la ciudad. Vendió caballos, vendió alfalfa, vendió ladrillos, vendió arena, vendió, vendió y vendió. Desmalezó el terreno, lo dividió en lotes, los puso a la venta y trazó caminos precarios. ¿Quién se iba a ir a vivir tan lejos? La oligarquía de la ciudad. Su idea era construir un barrio residencial, con casas de fin de semana. ¿Pero cómo lograrlo? Construir un balneario, un conjunto de piletones individuales para hacer baños de inmersión, parecía otra buena idea. Piletones que eran rellenados con un brazo artificial y una compuerta que se abría para que ingrese el agua del arroyo Saladillo. ¡Brillante! Y más si se aseguraba que el agua era curativa. Arroyo Saladillo, sal, arroyo salado, diversos minerales, yodo, analgésico. Manuel Arijón aseguró que a él le ayudó con la artrosis. ¿Vendió terrenos? Sí, muchos. ¿Se construyeron palacios? Sí, majestuosos; todavía hoy algunos se pueden observar. ¿Hizo dinero? Sí, él, su hermano y toda la familia. Y mucho. ¿Pero cómo conectar el centro con el sur? Aprovechó el trazado, difícil denominarla calle, del viejo Camino Real. Era el camino que bordeaba el río Paraná para no perderse hasta Buenos Aires. Era el camino que se transitaba para llegar al Alto Perú. Poner tranvías a caballo que te llevaban desde la plaza López hasta los “Baños del Saladillo”, parecía otra buena idea. ¡¿Y por qué no un vapor?! Si había gente con plata que podía pagar un barco.

Pegaba y recibía

¿Sabe escribir? No. ¿Sabe leer? No. ¿Sabe manejar? No. ¿Sabe nadar? No. ¿Tiene algún oficio? No. ¡¿Pero qué mierda hizo en su vida?! ¿Sabe hacer algo? Sí, sé boxear.

Se encontraba en Concepción del Uruguay y le había llegado la hora de la colimba, el servicio militar obligatorio. A los militares no le gustaban aquellos que no sabían hacer nada, pero sí tenían una extraña atracción por quienes eran buenos en actividades físicas. Y él lo era. Jamás se había entrenado, o quizás sí, pero no por las vías comunes. Su maestro fue la calle. Sabía pegar, y pegaba muy bien, pero también sabía recibir, y recibió muchas veces. Le pegaba a los hinchas de Rosario Central, le pegaba a otras barritas, le pegaba al que le molestaba, le pegaba a los que molestaban a su familia, le pegaba a los que molestaban a sus amigos, recibía de los curas, recibía del papá (cuando lo veía), recibía de los hermanos, recibía de las familias a las que fue regalado, recibía de otras barritas, recibía de los hinchas de Rosario Central. Pegaba y recibía. En Entre Ríos tuvo catorce peleas y las ganó a todas. Pasó la colimba con privilegios, salía con los militares a clubes, hizo vínculos con el intendente y ganó plata. Debe ser la única persona que volvió con plata, empleo, y contento, del servicio militar. Su empleo era ser boxeador. Vos que te estás peleando todo el día ¿por qué no te hacés boxeador?, le gritó un día un vecino. Y lo hizo.

Llegué a la Mandarina, antigua plaza con un monumento a Eva Perón, y él me estaba esperando. Los jubilados del Sindicato de la Carne me dijeron que vaya a hablar con él. Tiene muchas anécdotas, todos resaltaban lo mismo. Su casa está pegada al Sindicato. Más que una casa parece un garaje: es angosta y tiene un gran portón para que pueda entrar una chata. “Gracias Dios mío” dice la parte superior de la casa. Él agradece a Dios porque se pudo comprar la casa que siempre quiso. Hizo poner ese lema hace veinte años, y ahí sigue. La hija me hace pasar, aparece el boxeador. Pechera ajustada de Newell´s, unos cortos de fútbol, zapatillas deportivas, todos los días corre entre ocho y doce kilómetros. Volvía de correr. Tiene sesenta y ocho años y no le tiene miedo a la vejez, no le tiene miedo a nada, sólo extraña a su esposa. El ERP me perseguía, me cuenta. El ERP es el Ejército Revolucionario del Pueblo, me cuenta y se ríe. Me ponían: “Resorte, el ERP te vigila” en las paredes, mi esposa lloraba pero yo le decía, vendrán y me matarán, o los cagaré a trompadas. Yo pienso así la vida.

Sin preguntarme cómo me llamo ni dejarme hacerle una pregunta, me muestra su antigua bata de boxeo y los trofeos y medallas que ganó. Le gusta hablar y a mí me gusta escuchar. Funcionamos bien. Una vez lo llevaron a pelear al Luna Park, mientras me cuenta la historia, con la mano derecha se tapa el ojo derecho, estaba haciendo la revisación médica y el doctor le dice que se saque la mano y lea las letras, si no acertaba no le iban a permitir pelear. ¡Sáquese la mano y tápese el otro ojo! (con el ojo izquierdo veía bien, por eso se tapaba el derecho). ¿Qué dice ahí? (no pegó una sola letra, ninguna). ¡Pero usted no ve nada! Es que no sé leer, respondió.

Yo estoy vivo gracias al boxeo, el boxeo me dio todo, dice el boxeador y se le caen las lágrimas. Campeón rosarino en el 72, luchó contra los grandes, tumbó a Campanino, enfrentó a Ramón de la Cruz, lo mataron a golpes, pero él iba por el dinero, para ayudar a su familia y su barrio, dice el boxeador. 

 

Pedro “Resorte” Berón. Año 1972. Pelea contra Escauriza por el título rosarino. – Foto: Daniela Berón.

Peronista de Perón, treinta y tres hermanos de madres distintas, mamá muerta, padre que lo regalaba, devuelto por ser un salvaje, peleas callejeras, orfanato, no fue a la escuela, trabajó en el Swift en la peor área, el guano, con todo el desperdicio y el olor que se le impregnaba, trabajó de chofer en el tranvía la K, trabajó de matón para el Sindicato de la Carne, pero, sobre todo, trabajó de boxeador. Pedro “Resorte” Berón, el boxeador del Barrio Saladillo.

Nalga, cabeza de lomo, cuadril

Pibe, nosotros nos queremos olvidar del Swift y vos nos venís a preguntar. Nora no tiene pelos en la lengua y cada dos palabras le sale una puteada. Los capataces eran unos hijos de puta, los dueños eran unos hijos de puta, varios compañeros eran unos hijos de puta; trabajar ahí era una tortura, había muchos hijos de puta. En 1924 la empresa multinacional Swift se instala en la desembocadura del arroyo Saladillo en el Paraná. Aquello que era un barrio residencial fue invadido por rubios pobres que escapaban de sus países. Polacos, lituanos, rusos, yugoslavos, eran buenos para resistir las bajas temperaturas de las cámaras frías de la fábrica. Quizás de allí nacieron los “negros de alma”, aquellas personas que tienen todos los “defectos” de los negros, excepto su color de piel. Los ricos rosarinos huyeron a sus nuevas mansiones en el norte.

¡Venite!, ¡venite!, vos viejo ¡venite!, dale venite y contale, gritaba El Tucumano, venite y contale cómo traficabas tangas en el Swift, el pibe quiere saber sobre el negocio de las tangas. El Viejo se acerca, pero El Tucumano, que se hacía llamar Bragueta Veloz López, no le deja decir una palabra. Sólo se escuchaba la palabra tanga, a un viejo tartamudear, la televisión a todo volumen,  a Nora y Rosa chismoseando por unos rosarinos muertos en Nueva York. Sin darme cuenta, El Viejo ya no es El Viejo, ahora es el Otro Viejo,  Nora grita contale, contale al pibe cómo vos cagabas gente, sinvergüenza de mierda, contale al pibe cómo hacías echar gente. Contale. Gritos, insultos, televisión, noticiero a todo volumen, tangas, tucumano, pava chillando, y mis risas; así es el sonido ambiente de la cocina del Centro de Jubilados del Sindicato de la Carne.

Pero no sólo vinieron rusos, polacos, yugoslavos, también llegaron inmigrantes de las provincias: criollos del Chaco, Entre Ríos, Corrientes. Criollos que manejaban los cuchillos y eran ideales para trozar y limpiar la carne. Otros eran destinados a los corrales porque eran excelentes jinetes para arrear las haciendas. En el Swift llegaron a trabajar doce mil personas. En Argentina, a partir de diez mil personas, te dan el título de ciudad. Una ciudad entera salía cuando sonaba el silbato del almuerzo. Una marea blanca, por la indumentaria, que iba en busca de un almuerzo abundante y barato. Y algún trago fuerte para volver con energía. ¿Y a dónde iban? Avenida del Rosario era un centro comercial. Si uno mira ahora con atención ve que todas las casas dan a la calle, no tienen patio delantero pero sí ventanales grandes: eran negocios. Los judíos, las sastrerías; los italianos y los rusos, panaderías; los griegos, las fondas, los comedores; los siriolibaneses, mal llamados turcos, las tiendas; y algunos japoneses, las tintorerías. Hoy no queda nada, todos los negocios cerraron.

Rectos volvíamos a la empresa, con la cabeza en alto, sin decir una palabra, para que el sereno no se dé cuenta que estábamos chupados, dice Panza Verde, otro viejo que se sumó a la charla. Hay dos teorías: una, que le dicen Panza Verde porque es entrerriano y toma mucho mate, y la otra, que en las guerras gauchas los entrerrianos se arrastraban por los yuyales. Las dos son verídicas según Panza Verde. Rosa no dice nada, simplemente confirma todo lo que dice Nora con exclamaciones y gestos exagerados: ¡aaahh!, jaaa, mmmmm, ajá, pppfff. Nora sigue enojada y puteando. Se quiere ir a pagar el agua antes de que cierre el Rapipago. Llegamos al Swift por necesidad de trabajo, me dice. En esos momentos uno se paraba en la puerta y el jefe de personal decía: vos, vos y vos. Nora va señalando a los de las mesa, tuvimos suerte. Y adentro nos enseñaron a charquear. Más tarde iré a buscar qué significa charquear y me enteraré que es el trabajo que hacen los que emprolijan los cortes de carne después del deshuese. Nora sigue: estábamos en la mesa de corte, si tenías suerte ibas a cortes más magros, si no, a otros con más grasa. La que andaba con el capataz iba al lomo, todos ahí dentro se peleaban por los machos. El “Patito” la cagó a apuñaladas a la Marta que lo gorreaba. Lo cagó con un macho, la esperó afuera y la cagó a puñaladas, esa no lo gorreó más. Todos se ríen, yo también.

En vos depositamos la esperanza

¡Mamá, no quiero comer sopa de nuevo! ¿¡Quién te crees que sos, hijo de Mitre!? De algo Alberto estaba seguro, no era hijo de Mitre. Se acordaba muy bien de su papá, de su vieja casa, del taxi que manejaba, que tenía la parada en San Martín y Ayolas, de cómo puteaba su viejo cuando el intendente Carballo le hizo pintar el taxi de negro y amarrillo, de cómo se enfermó, de cómo tuvieron que vender todo e irse a vivir más al suroeste, allá, más cerca de Oroño, donde sólo había gitanos y quintas. Alberto todos los días tomaba el colectivo “la F” para llegar a su escuela que quedaba a cinco kilómetros. Que hiciera la secundaria en el colegio San José fue una buena idea para su familia, una especie de mandato familiar. Él es el más chico de seis hermanos y ninguno tuvo la posibilidad de estudiar como sus padres hubieran querido. Todos sus hermanos fueron obreros, trabajadores. Uno ha pasado por varias situaciones de la vida con los ojos cerrados, dice Alberto. No tenía ningún vínculo con los chicos de ese colegio, nunca había ido a una escuela religiosa, no compartía nada social, cultural, ni económicamente. Nosotros éramos muy pobres, me dice.

Hoy Alberto tiene sesenta y cinco años, está casado, tiene un hijo, es Licenciado en Historia, ha escrito varios artículos sobre la historia de Santa Fe, trabaja como docente en la Universidad Nacional de Rosario. Vive en una casa estilo francés de principios de siglo, con los techos con las tejas rojas como tenía en la casa donde vivía con su papá. Anda en kayak casi todos los fines de semana y abandonó el fútbol por las piernas.

¡Diarioooooo!

Jesús, el diariero, el portero, el que te recibe la correspondencia, el que tiene una copia de tu llave, el de la garita de seguridad, el sindicalista, el de barrio Tablada, el de barrio Saladillo, el que medía la calidad de la carne, el del Swift, el que te puede ayudar con la obra social, el vecino del barrio, el que conoce todos los chismes, el amigo, el que recibe regalos, el que te saluda todas las mañanas, el primero que te saluda, el que trabaja todo el año, el que no puede dejar de trabajar, el esclavo, el que tiene muchos amigos, el que no se quiere mover de esa esquina, el que quiere seguir trabajando, el que reniega, el que está grande, el que te sonríe, el que se pone contento de que hables con él.

Un día entra a su trabajo, no se sentía muy bien, estaba enfermo, pero si faltaba le sacaban los premios, no podía faltar. El Swift tenía reglas estrictas para que la gente trabaje más, mucho, y todo el tiempo. Era un laburo de esclavo. Era del control de calidad, con unos termómetros tenía que controlar la temperatura de la carne, y una vez la controló mal. Lo llamaron, le pusieron una amonestación, y cuando quiso rendir para entrar efectivo esa amonestación le jugó en contra, se quedó sin trabajo. El puesto de diariero fue una salida laboral inesperada.

Jesús tiene cerca de setenta años y sigue trabajando porque con la jubilación no le alcanza. Lo que ama de su trabajo es relacionarse con la gente, el puesto de diarios le dio muchos amigos. Lo que no le gusta es que trabaja aunque llueve o truene los trescientos sesenta y cinco días del año. A las cinco de la mañana sale a hacer los repartos para estar a las siete abriendo el puesto. Sin querer serlo se convirtió en el portero del edificio de enfrente. Mientras hablo con él, su esposa sale del edificio. ¿Vive ahí? No, tenemos llave, me dice. Mete la mano en una caja y me muestra que tiene hasta la correspondencia del edificio. Ellos usan el baño del edificio, les abren a los gasistas, electricistas, reciben la correspondencia y miran quiénes entran y quiénes salen.

Jesús conoce a todo el barrio, todos los chismes, todas las caras. Pero no todas las relaciones han sido buenas. Hace un tiempo plantó varios árboles a lo largo de calle San Martín entre Rueda y Virasoro, donde tiene su puesto de diarios. Una mañana cuando va a abrir el negocio se encuentra con que los árboles se estaban muriendo. Los mecánicos y vendedores de repuestos de motocicletas no querían más sombra, querían que sus publicidades se vean en la calle, les estaban tirando alquitrán. Llamó a los medios. Los diarios y canales locales fueron a entrevistarlo. Se convirtió en el loco de los árboles. Todas las mañanas le pegaban carteles con fotos de él y apodos: era “el arbolero”. Los árboles murieron. Jesús salió en la televisión. Casi muere en el Swift por una neumonía que se agarró en la cámara de frío. Jesús sigue abriendo el puesto de diarios de domingo a domingo desde hace veintisiete años.

Historiador se busca

Tocaba timbres. Casas bajas, chalecitos, todas con problemas de pintura y , probablemente, de humedad. Un barrio tranquilo, con algunos perros callejeros bien gordos, esos que tienen collares con nombres y varios dueños. Seguía tocando timbre, nadie me daba la respuesta. Preguntaba por el historiador del Saladillo, no sabían de quién les hablaba, pero sabía que vivía por ahí, por lo menos eso me habían dicho. ¡Monzón! Así era el apellido, por fin me lo acordé. ¿Monzón? me dijo una quiosquera, ¿el electricista? No, el historiador, le contesté. Entonces no lo conozco, el Monzón electricista vive allá, y para allá fui. Y efectivamente era Monzón, el historiador de barrio Saladillo. Y efectivamente era electricista. ¿Electricista e historiador? Sí, y músico. ¿¡Músico!? Sí. Técnico electricista, guitarrista y cantante, y licenciado en historia. Se jubiló de docente, claro, de docente en historia. ¡No! Daba cursos de electricista, cursos de oficios, para el Ministerio de Educación. ¿No me digas que también trabajó en el Swift? Sí,  fue su primer trabajo, hasta que pudo vivir de la música.

Alfredo Monzón me abre la puerta de su casa. Es alto, muy alto, tiene el pelo largo y un look juvenil, imposible pensar que tiene setenta años. Lleva una remera de Concordia, allá conoció a su esposa. Es amable, muy amable, me hace entrar a la casa, y casi pateo a Minimini, un conejo blanco con algo de sobrepeso que se la pasa durmiendo y roncando. Pensé que era un peluche. Me asusté cuando arrancó a correr y se dio de lleno la cabeza contra la puerta. Alfredo jamás la cierra, se lamenta de no haberla dejado un poco abierta.

Vine en busca de un poco de historia y me encontré con un hombre que fue una estrella de rock entre los 60 y 70. En The Black Panthers era guitarra y segunda voz. Tocó en el estreno de Canal 5 Rosario. Se la pasaba de martes a domingo tocando en diversos boliches. En aquellos tiempos la gente comía y tomaba cuando pasaban la música grabada y bailaba cuando arrancaban las orquestas. Le pregunto si hizo plata, me dice que sí, que hizo mucha y la gastó en boludeces. Tenía como quince pares de zapatos, diez trajes, veinte camisas: vivía el presente. Fanático del folclore, las guitarras eléctricas y The Beatles, que le volaron la cabeza. Entre fotos e imágenes de Arijón, los “Baños del Saladillo”, la vieja estructura del Swift, me muestra sus discos de vinilo. Grupo Samanta fue su última banda. Después volvió a la electricidad y arrancó el estudio en historia. El viernes presenta un libro: “Historia del Saladillo”.

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